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y me ha gustado tanto que decidí ponerlo en mi página Web.
Ahora que está de moda criticar a los viejos cubanos,
vale la pena abrir el álbum familiar.
Ahí están bajando del avión, en los años 60,
con sus ropas de domingo y una sonrisa nerviosa,
todavía mojada por las lágrimas de la partida.
La sonrisa de los náufragos.
La sonrisa frágil y encubridora de los expulsados del reino.
Y el equipaje mínimo, confuso, inútil,
porque nadie sabe qué ropas necesita vestir en otra vida.
Si hay grados en el dolor,
esa ola inicial de exiliados del castrismo
será, sin duda, la más dolorosa de nuestra historia.
Con todas las taras de un inmaduro contexto cívico
fue la generación cubana más próspera,
creativa, democrática y feliz.
Por supuesto, esa Cuba no era un paraíso.
Sin embargo, al cabo de medio siglo,
es la única aproximación al paraíso
que podemos citar.
Puestos a sacar cuentas,
admitamos que hacía falta una revolución.
En 1959, se trataba de tener una política
a la altura de las virtudes nacionales.
Mañana, nos daremos golpes en el pecho
si encontramos la nación.
Si la nación quiere elevarse
a su antigua virtud.
A muchos,
sobre todo a los jóvenes,
les cuesta entender que en la década de 1950,
incluso con la dictadura Batistiana,
Cuba era un mejor lugar para vivir
que Estados Unidos.
En lo social. En lo económico. En lo humano.
Acostumbrados a una cultura mediterránea
en todo su esplendor y tolerancia,
con una creciente permeabilidad
entre clases, razas y credos,
no es difícil imaginar el desgarramiento,
el temor y la amargura de aquellos exiliados
que al buscar apartamento tropezaban con un letrero de
No Cubans. No pets.
La más pujante clase media de América Latina
recogiendo tomates en Homestead.
Un exquisito caudal derrochado
en los pantanos de la Florida.
Cierto que no teníamos democracia.
No menos cierto que, fuera de la esfera política,
existían unos sorprendentes espacios
de solidaridad, bienestar social y desarrollo educacional
imposibles de hallar entonces en la escena norteamericana
más allá de muy pocos grandes centros urbanos.
Miami,
que hoy es un campo de contradicciones,
era un campo a secas.
El rencor desfigura.
Y el rencor de esos exiliados
suele ser ciego, arrollador y encarnado.
Me lo explico perfectamente.
Yo perdí, en 1980, una Cuba que pudo haber sido.
Ellos perdieron una Cuba que ya era.
Y que nunca volverá a ser.
La diferencia es abismal.
Para contar esa catástrofe
no bastan las coordenadas al uso.
En cada hogar late una tragedia,
una irresuelta y ramificada herida.
Esa primera década de refundación
a partir de cero
debió constituir una descomunal prueba
para un pueblo
que ya casi tenía en sus manos
un porvenir envidiable.
Basta mirar las ruinas
para comprobar lo que estaba en pie.
Pasamos la página del álbum
y vemos a nuestros héroes
con carro del año, casa propia
y los hijos a punto de entrar a la universidad.
La bonanza de un lento sacrificio.
Y las arrugas prematuras.
Y la consternación de las ilusiones
que se fueron en sobrevivir con dos trabajos.
En morderse la lengua
en inglés y español.
En poner las dos mejillas muchas veces.
Ya perdida la esperanza de volver.
Es natural, pues, que odien a Fidel
con saña inmisericorde y fanática.
Y que ese odio
con frecuencia paralice su razón.
Porque la razón
que les toca comprender es salvajemente injusta.
En la estridencia de sus denuncias,
en sus banales suspicacias,
en su renuencia a tender civilizadas trampas
contra un adversario brutal,
se revela una insondable y alevosa mutilación.
De ahí también su fuerza.
De ahí su debilidad.
En el bosque de la política local y nacional
van dejando un rastro de fáciles votos.
Y los demagogos
no tardan en hallar su rastro.
Si alguien les promete castigar la tiranía,
ellos le extienden un cheque en blanco.
Abandonados por la opinión pública,
hartos de clamar en el desierto,
no han sabido evitar que sus estafadores
sean sus voceros, o viceversa.
Así, de la quimera al desengaño,
se aferran a la recreación doméstica
de un diluido ideal nacional.
Su rabia es su tesoro.
Su inocencia es su castigo.
Sobre esos hombros encorvados
se levanta una callada y preservadora lección.
Del pastel de guayaba
a la devoción constitucional,
del taburete a la guayabera,
esas canas
coronan una larga batalla por nuestra identidad.
Académicos, campesinos, comerciantes, artistas, médicos,
pícaros y mártires, soñadores y pragmáticos,
ricos y pobres,
restituyeron a la nación el patrimonio
dilapidado por Fidel.
A ratos, el país de sus sueños
es más concreto que el país real.
Ellos guardaron la receta
y recordaron la canción.
Raíz de roble y piedra de toque.
En la última página del álbum,
con el cuello almidonado
y el pelo fragante a agua de colonia,
tienen el candor de las piedras lavadas por la tormenta.
Los viejos cubanos
Clave y aliento.
Ellos horadaron en la roca,
con uñas y dientes,
las puertas que yo encontré abiertas.
Ellos protagonizaron, a noventa millas,
toda una epopeya de reafirmación nacional.
Déjalos quejarse.
Déjalos refugiarse en sus pesares.
La taza de café se les demora en las manos
mientras leen las noticias de la isla.
Y vuelven a oler las magnolias
de desaparecidos patios.
Y en el frío cristal de la tarde
vuelven a tocar el rostro de sus muertos.
De pedernal, de terco
y vertiginoso pedernal es su memoria.
Los viejos cubanos,
curtidos a la intemperie.
Déjalos que sean como son.
Porque son la sal de nuestra tierra
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